lunes, 5 de mayo de 2008

RAÚL SÁNCHEZ ACOSTA

Historia de Ki
(Fragmento)

HUIR DE CASA

Ki sintió que algo le apretaba el estómago y le hacía como un nudo ardiente. Aún no podía ver lo que tocaba u olía, por lo que tampoco podía precisar si era de día o era de noche, pues más tarde habría de comprender que el tiempo es muy importante en la vida. Dando tumbos por encima de otros cuerpos como el suyo, blandos, mullidos y bulliciosos, por fin dio con algo en su boca, orientado por su fino olfato, que le pareció muy agradable, tanto, que con sólo succionar, olvidó por completo el desesperante ardor en el estómago.
De pronto, mientras tomaba el primer desayuno de su vida, un gruesa cobija húmeda y tibia lo arropaba con fuerza, casi desprendiéndolo de su comida. Se sentía estrujado, lamido en todo su cuerpo. Y sin embargo, experimentó una sensación gratísima y se sintió limpio, abrigado, y sobre todo, acompañado.
Aquella caricia, porque fue una verdadera caricia y un acto de limpieza corporal, se iba a repetir muchas veces y para Ki era el momento más feliz del día. Esa madre suya, tan amorosa que lo lamía y lo aseaba, parecía dedicarle más tiempo a él que a sus hermanas, que eran seis. Esa era la suposición de Ki, y se contentaba con pensar que era una inexplicable preferencia de su madre.
Cuando finalmente abrió sus claros ojos, más de un día, pudo calcular… pero que le pareció una eternidad, ki empezó a contemplar el mundo de una manera diferente. No veía, no escuchaba, no saboreaba, no palpaba, no olfateaba el mundo de la misma manera como lo hacían sus hermanas y su madre. Él era diferente. Quería salir de ese sucio cajón maloliente donde era amamantado, y enfrentarse con las voces de los humanos que ensordecían el ambiente. Deseaba poseer un poder que le permitiera alejarse de esas manos grandes que estrujaban sus cuerpos o de esos pies que los golpeaban para hacerlos volver a la madriguera donde mamá, tímidamente, protestaba con ladridos que eran apagados con palazos.
Pasaron los días, y una mañana Ki despertó con la bulla de la casa, y asustado buscó a su madre. Entre los jirones de cobija vieja, halló el cadáver de una de sus hermanas. Lloró y más aún cuando vio llegar a su madre, con la cola entre las patas, gimiendo de dolor, lavada en sangre por tratar de defender a sus hijas, pues Ki era el único varón de la camada. Su madre le contó que el amo detestaba a las hembras y había decidido arrojarlas al canal de aguas negras de la ciudad. Ella luchó por impedirlo , pero fue apaleada sin piedad por chicos de la calle enviados por el amo. Ki protestó y juró vengarse del crimen. Su madre lo persuadió de abandonar tal propósito, pues el amo estaba muy molesto con mamá, ya que ella alcanzó a morderle una mano.
—Vendrá a matarnos a ambos, hijo —dijo ella—. Es mejor darnos tiempo. Es hora de que busques un lugar por donde salir antes de que el amo llegue y te sorprenda.
—¡Es una injusticia, mamá! —replicó Ki—. No nos pueden hacer esto. No hemos hecho nada malo.
—Es cierto. Pero así son los hombres, hijo, y debemos luchar por la vida. Mis instintos me dicen que debes marcharte. Tu vida está en peligro. Vete —aconsejó la mamá, con las lágrimas lavándole el rostro.
—¡Tú también debes ir, mamá! ¡Acompáñame! —imploraba Ki, también llorando.
—No, hijo. Ya estoy muy vieja y enferma. Además, estoy muy herida. Sólo te acarrearía dificultades en la huida. Marcha pronto y sé feliz.
La mamá unció con su llanto a Ki. Lo lamió como cuando era un recién nacido y se escurrió entre los andrajos de la madriguera, gimiendo. Ki, sin poder contener el llanto la miro con resignación y se abalanzó sobre ella para llevarse en su piel amarilla el almizclado olor de su madre herida. Se marchaba triste, porque dejaba en ese espacio un cadáver y una madre herida. Dos seres queridos a quienes no tuvo tiempo siquiera de conocer.
—¡Evaristo! —gritó una mujer—. Por aquí está el amarillo. ¡A ver niños! ¡No lo dejen salir!
—¡Déjemelo a mí! —oyó Ki con pavor, que decía el amo. Y lo vio venir con un palo de escoba en la mano donde tenía un pañuelo ensangrentado envuelto como una venda.
A Ki le sonó una orquesta de persecusión en el pecho, los pelos se le erizaron y perdió la conciencia por un instante. Trató de serenarse y finalmente, poniendo a prueba sus habilidades, ideó un plan relámpago: saldría al centro del corredor, donde estaban sus perseguidores, una familia de vendedores de chatarras, material reciclable y hasta cosas robadas, porque había cosas en casa que jamás fueron compradas, como su madre, que extraviada una tarde de lluvia, al cruzar una esquina, de repente fue asaltada por una oscura sombra que la redujo a la prisión de un sucio y maloliente costal de fique. Ahí, en medio de hierros, electrodomésticos dañados, pedazos de bicicletas, cajas de cartón y ladrillos rotos, se hacía más fácil correr y evadir al enemigo. Una vez ubicado en medio de aquellos artefactos, esperaría que todos le hicieran cerco. Así fue. Muchas manos se extendieron para atrapar a Ki, y en ese preciso instante sus ágiles patas lo hicieron deslizarse entre las piernas del mismo Evaristo, quien dio con su boca olorosa a cebolla contra un ladrillo. Mientras éste vociferaba amenazando al pobre Ki, el fugitivo remontaba la pila de desperdicios metálicos.

Raúl Sánchez Acosta