miércoles, 23 de abril de 2008

JULIETH TERESA LEAL AMAYA

EL OTRO BANDO


Tuvimos que salir de la casa cuando llegaron ellos; nos obligaron a irnos de la ciudad; hasta don Pancho iba con nosotros. Ya era de noche cuando entramos a esa escuela. Vi a don Pancho, a papá y a otros poniendo banderas, no entendí por qué. Estaba dormido cuando los gritos y el sacudón de mi mamá me despertaron. Esos señores con uniforme y armas grandes estaban por todas partes, decían que teníamos que regresarnos para nuestra tierra.
-No nos iremos -ritó don Pancho.

Lo tiraron al suelo y le colocaron un arma en la cabeza:
-Te vas o te mato -le decía el hombre de uniforme.

Comprendí que ese señor no sabía que él era don Pancho; de lo contrario no lo hubiera tratado de esa forma.

Mi mamá y las demás mujeres gritaban, algunas hicieron que soltaran a don Pancho.

Tomamos nuestras cosas y nos subieron en esos grandes camiones. Nos dejaron camino a nuestra casa; caminamos hasta que por fin llegamos. Me alegré mucho; corrí para ser el primero en tomar mi carrito, pero no lo encontré. La casa estaba desordenada. Salí al patio: tampoco estaban la gallinita con sus pollitos, ni michú, el gatito que mamá siempre espantaba de la casa.

Vi la tristeza de mamá y papá. Comenzaron a organizarlo todo, sin afán y con dolor. Al poco tiempo todo era como antes: yo jugaba con mis amigos, corríamos y debíamos ir a la escuela casi todos los días; papá trabajaba en la huerta y mamá en la casa hacía la comida; michú volvió, pero no la gallina con sus pollitos. Don Pancho se veía muy triste deambulando por las calles; salía muy poco desde ese día que el señor de uniforme lo tiró al piso… pero el uniformado no sabía quién era él: don Pancho.

Una tarde estábamos jugando canicas en la calle, cuando llegaron unos señores de botas y fusiles al hombro; eran los mismos que nos habían obligado a dejar el pueblo la otra vez. Nuestros padres y madres nos tomaron rápidamente, sentí el fuerte brazo de papá a mi alrededor, me dolió un poco, me llevó con mamá; su cara sólo mostraba terror, sus ojos tenían lágrimas represadas y su boca sólo era una mueca. Los señores que llegaron gritaban, entraban en las casas y sacaban a la gente. Entraron por papá, mientras mamá gritaba y me apretaba.

-Ustedes estaban ayudando al otro bando -decían ellos-; ya los habíamos advertido y no creyeron que era en serio. Por ser del otro bando recibirán su castigo.

Arrastraron a los hombres a un mismo lugar; iban con las manos atadas a la espalda. Vi la vergüenza de la impotencia en el rostro de papá, y el dolor de la resignación en don Pancho. Mamá me apretó contra ella y no pude ver, pero escuché los disparos en medio de los gritos.

No comprendí. Papá no era del otro bando, yo estaba seguro; nunca hizo nada malo; sólo en ocasiones me golpeaba cuando me iba mal en la escuela o peleaba con mis hermanos. Cerraron la escuela unos días, mientras estuvieron unos señores que hablaban con los del pueblo; con mamá también hablaron; después de prometer que nos ayudarían, se fueron; no volvimos a saber de ellos.

No quería regresar a la escuela; mamá me obligó. Ya no jugábamos en las tardes ya que debíamos ayudar con la huerta. Aprendí que el trabajo de papá no era fácil: el azadón pesaba, el sol quemaba, había bichos y cuando no me picaban las hormigas, me picaban los zancudos o mosquitos. Al poco tiempo no volví a la escuela; encontré la excusa: debía mantener la huerta o no tendríamos qué comer.

Una tarde llegó Mario a la huerta; había encontrado a los del otro bando y quería que lo acompañara a verlos. La sangre me hervía, los del otro bando podrían ayudarme a vengar a mi papá, ellos tenían armas y podían matar a los del bando que acusó a mi papá de pertenecer a ellos. Fuimos cinco del pueblo a escondidas de los demás; ellos estaban muy cerca.

-¿Qué quieren, muchachos? -nos preguntaron al vernos.

Nos quedamos mudos. Veía sus botas y sus armas: eran el otro bando, pero usaban casi lo mismo que aquellos que mataron a papá.

-Ustedes son del pueblo -dijo uno de ellos. Asentimos con la cabeza ya que no éramos capaces de hablar.

-Vengan, síganme -dijo en tono amistoso, y nos llevó delante de alguien que parecía el jefe.

-Estos son del pueblo donde ocurrió una masacre hace unos años -le comentó. Se nos quedó mirando, sentí la boca seca y un frío que me recorría el cuerpo y el alma. Luego dijo:

-Ya son unos hombrecitos; si quieren ayudarnos, aquí nos falta gente para defendernos del otro bando, los que mataron a sus padres.

El otro bando, esas palabras quedaron en mi cabeza. Ahora los otros serían el otro bando. Durante estos años había soñado una y otra vez que me desquitaba de ellos. Tal vez era la oportunidad.

Fuimos a casa y empacamos lo que nos dijeron, nos despedimos en medio del llanto y súplicas de nuestras madres. El entrenamiento fue duro, pero ya estábamos acostumbrados a cosas pesadas, al sol fuerte y a las picaduras, a caminar largas jornadas. Aprendí a disparar, a ser sigiloso, a observar todo alrededor para descubrir algo que fuera extraño.

El primer enfrentamiento en el que estuve fue aterrador: el sonido de los disparos, los gritos dando órdenes y el miedo a ser herido o muerto y tener que disparar mientras el miedo te paraliza. Después de varios enfrentamientos ya dejé de sentir miedo, podía ubicar de donde me disparaban y dispararles a ellos; diferenciaba el sonido cuando el proyectil daba en el blanco y cuando se perdía, pero casi nunca veía a quien disparaba. Nosotros casi siempre teníamos muertos y heridos, era la guerra.

Un día nos reunieron y nos habló el comandante:
-En el pueblo que está a unas horas la gente está ayudando al otro bando -nos informó. Sentí rabia.

-Malditos desgraciados ¿acaso no saben lo que hacen los del otro bando? -dije a mi compañero.

-Iremos allá y les daremos una lección -dijo el comandante. Pensé que era lo justo.

Llegamos en la madrugada, tiramos las puertas a patadas, sacamos a los hombres en medio de los gritos de las mujeres y los niños. El comandante dio la orden de llevarle al frente algunos de esos hombres, algo flacos con sus brazos intensamente morenos contrastando con su pecho blanco, sus caras desencajadas por ser bruscamente sacados de su sueño para llevarlos al pánico de la guerra. Fueron acusados delante de todos de ser ayudantes del otro bando, pecado que sólo se perdona con la muerte, y por tanto serían ajusticiados para que todos aprendieran.

Los obligaron a arrodillarse, el comandante dio la orden para que los fusilaran y me escogió a mí para ejecutarla. Disparé lleno de rencor, ellos ayudando al bando que mató a mi padre y a la gente del pueblo, a don Pancho. Faltaban dos para terminar cuando ese niño apareció. Gritaba, maldecía, conjuraba, no sé realmente qué era, sólo escuché: mi papá no es malo.

Mi papá tampoco era malo, sólo en ocasiones me pegaba cuando me iba mal en la escuela o me peleaba con mis hermanos. Me sumergí en los ojos del niño y vi en ellos al hombre que disparó a papá: usaba botas, un uniforme y cargaba un fusil; era yo quien estaba matándolo, yo me había convertido en el bando que mató a mi papá; no comprendía cómo había pasado, este era el otro bando.

No escuchaba la voz del comandante gritando: ¡Dispara! ¡Dispara, carajo! Me había sumergido en la profundidad del dolor y la impotencia de ser un niño en la guerra, en el caos de no saber qué diferencia a un bando de otro, en la confusión de no saber si estaba con los del otro bando o en el bando que mató a papá. El comandante seguía gritando. Sentí el frío, intenso y veloz dolor que atravesó mi cabeza. Lo comprendí: ese niño repetiría lo que un día yo hice, así siempre habrá alguien para uno de los bandos.